El salvajismo de la hora pico me desespera, me abruma, me entristece, y en Medellín, ésta hora se ha vuelto una imposibilidad logística. La movilidad en la ciudad después de las 5 de la tarde es una pesadilla que a veces pone en riesgo nuestra seguridad física, y para mí, también mi tranquilidad mental. El problema es que se ha vuelto una inevitabilidad quedarse atrapado en el trancón humano después de la jornada laboral. Pero más que la dificultad de usar el transporte público en hora pico, me preocupa la indiferencia y la grosería de los usuarios. ¿Se acuerdan cuando Medellín era una ciudad amable? ¿Cuando las personas saludaban, atendían, respetaban? Yo me acuerdo de ese tiempo, y me pregunto, ¿qué pasó? Pues, nuestra pequeña ciudad creció. Eso pasó.
Medellín ha crecido mucho en poco tiempo. ¿Se acuerdan cuando, en las noches, sólo se veían luces en el fondo del valle? Ya las luces se han trepado por las montañas y parecen derramarse por sus filos. Donde antes sólo había oscuridad y naturaleza, ya hay barrios enteros, precariamente viviendo en el borde del peligro, literalmente. Y todos tienen que trabajar—no viven del aire. Pero entonces, ¿cómo llega toda esta gente a su casa de su trabajo? En medio de un caos, así.
El Metro ha salvado a Medellín, eso es indudable. ¿Se imaginan el Valle del Aburrá, con toda su gente agotada y sudada, sin el sistema Metro? ¡Eso sí sería un desastre incontenible! Pero el Metro ya no da abasto; los buses no dan abasto; las calles no dan abasto. ¿El resultado? La paciencia, la amabilidad, la tranquilidad de la gente, ya tampoco dan abasto.
Como bestias, siempre justificados en sus comportamientos, los pasajeros ocupan cada centímetro de espacio. Con sus codos afuera, peligrando la cercanía de mi cara; sus mochilas y bolsos enterrándose en mi espalda, ellos siguen su viaje desenterados de las incomodidades que hacen pasar a otros. Se sacan mocos, se comen las uñas, se arrancan el pelo, y se sacan la tanga o el calzoncillo, metidos bien adentro en la nalga… y después van y se agarran de las barandas.
Las mujeres se embuten a los vagones ya sobrepoblados en grupos, risueñas como colegialas pilladas por el rector fumándose un cigarrillo en el baño, perfectamente conscientes de que hacen algo malo. Apretujadas e inmóviles, ríen y ríen, como si la risa les diera más espacio para moverse. Supongo que no encuentran qué más hacer. En una situación mala, que al menos haya risa.
Los hombres entran seguros de que un diminuto espacio es suficiente para pararse contra la puerta. Al oír el sonido del cierre de puertas, respiran profundo, hunden sus barrigas y alzan las manos, sosteniendo mochilas y maletines sobre sus cabezas. Las puertas se cierran en sus narices y sueltan el aire y la barriga, dejando escasamente un milímetro de espacio entre sus cuerpos y las paredes del vagón.
Niños pequeños viajan sentados; aunque van es arrodillados, sus piernas y brazos en el aire, despreocupados por las patadas y puños que inconscientemente disparan, mientras adultos mayores viajan parados, arrugados, mirando con tristeza el descenso de la humanidad, el decline de nuestra sociedad: observan a los jóvenes desinteresados, la generación que reinará el mundo cuando ellos ya no estén.
Música y ringtones de celular suenan por parlantes, conversaciones y mentiras son compartidas a todo volumen; no lo puedo ignorar aunque quiero. No hay privacidad ni espacio personal; todo en el transporte público se hace público. Cuando llego a mi destino, ya sé que el señor del bigote le mintió a su esposa sobre adónde se dirige; la niña de 16 años está enamoradísima del hermano de su mejor amiga; y que la madre soltera con una camisa rosada demasiado pequeña para sus curvas no va a poder preparar la comida que había prometido, porque no pudo comprar los plátanos antes de montarse al metro.
Como ganado enjaulado, animales oliendo su casa, corren, pisan, empujan, se tropiezan, y ninguno voltea a mirar a quién tumbó, a quién le quitó el puesto, a quién le pegó un codazo. Codean, afanados: no dejan salir por entrar ni entrar por salir. Y como sardinas (con un olor no muy distinto) avanzamos a gran velocidad en una lata gigante que atraviesa la ciudad.
El transporte público en cualquier ciudad grande presenta dificultades y siempre saca a relucir el verdadero carácter de sus habitantes. Y la triste realidad es que, en nuestro pequeño y amable valle, el desarrollo ha disminuido el calor humano y lo ha reemplazado por calor industrial, despojándonos de la consciencia colectiva que algún día reguló el buen trato de un ciudadano a otro en los entornos públicos.
Claro que no debo terminar esta nota sin mencionar que casi siempre habrá una persona que ceda su puesto a una mujer embarazada, con un infante en brazos o en su vejez. Ni que a veces se encuentran aquellos que sonríen y se aseguran que haya espacio para los que vienen arrasando, desesperados por entrar primero.
¿Será que algún día Medellín podrá ser una ciudad en que el sistema Metro reúna la amabilidad y no el atropello de la gente? Eso espero: espero que algún día, alguien cuente la historia de cómo todo mejoró…