Volver a la selva es como volver a casa; es regresar a un lugar tan natural para mí que siento que nunca hubiera estado lejos. Llegar a Leticia ha marcado el comienzo de una nueva aventura, la promesa de cumplir un sueño eterno que ha consumido mi imaginación desde que tengo uso de ella.
Y es que me consume: el sonido de las chicharras agitadas por el calor; de las ranas anunciando la llegada de la lluvia, que cae fuerte y suave a la vez; de la misma selva, tan viva entre las copas de los árboles y el lodo, sus colores vibrantes inundando los sentidos.
Durante meses nuestra llegada parecía un fantasma prometiéndonos emociones olvidadas; un espíritu encarnado en un tiquete de avión que marcaba los días y las horas, a veces demasiado rápido, a veces insoportablemente lento; un espectro que a ratos nos amaba y otras veces nos asustaba con su proximidad.
Hasta que finalmente se reveló y no había cómo detenerlo: había llegado la hora de cumplir con ese vuelo que nos sacaría de la hipnotizante costa Caribe hasta las entrañas del Amazonas, y al desconocido y prometedor Brasil—tan lejano y cercano, tan parecido y diferente a lo que conocemos.
Y aquí estamos, en la oscuridad más profunda que uno pueda imaginar; una oscuridad fulminante, como de ensueño, que sólo se interrumpe con los ocasionales relámpagos que quiebran la noche con sus destellos de luz. Aquí estamos, escuchando las incesantes goteras cambiar de intensidad, en armonía con los animales nocturnos que cantan como agradeciendo al cielo por el agua. Aquí estamos, con una única seguridad: que de ahora en adelante, todo será nuevo. Desde ahora, los días traerán aprendizajes de vida, momentos por encontrar o para dejarse encontrar por ellos; un camino por descubrir, entre ríos y desiertos, entre la selva y el mar, que nos llevará a algún lugar mágico más allá de lo esperado; y de una cotidianidad sin rutina ni regreso.
La luz del día me sacó de mis sueños—ya coloreados por la selva, llenos de flores y agua—con sonidos y olores diferentes: el canto burbujeante de las oropéndolas, el pescado asado al carbón, el vapor que exuda la tierra.
Buscando comida, fuimos al mercado de Leticia, donde observamos la vida humana en la selva, atraídas por las frutas exóticas como el açaí, y raíces tubérculas como el azafrán; intrigadas por los pescados de ojos brillantes y pieles rojizas, sus escamas cubriendo el suelo de cemento; extasiadas por la promesa de una paleta de cupuaçu—pero nomás que una promesa porque dicen que no está en cosecha.
Y es que los días en la selva se pasan así: entre el agua que baja en forma de lluvia y que sube con el río desbordado; entre la humedad de las mañanas y el frío que no es frío de las noches; entre las nubes pesadas y la luna sonriente. Y cada momento nos acerca más al gran río Amazonas, arteria palpitante del continente suramericano, que trae las aguas que nacen en los Andes a desembocar al Atlántico. Seguiremos el mismo camino del río hasta llegar al mar, a esa costa azul que marca las curvas del África, que retiene sus raíces y sus cantos y sabores.
Con todas nuestras pertenencias al hombro—un cuaderno, una colección de especias y cucharas de palo, y un par de cositas más—bajaremos por las aguas oscuras del río para seguir descubriendo el camino y todo lo que conlleva dejarse guiar por el corazón y la imaginación.