Antes de llegar a Fortaleza me estaba sintiendo un poco atrapada en Barreirinhas; no me sentía en casa y me la pasaba soñando con la playa y los Lençóis Maranhenses, un parque nacional en el estado brasileño de Maranhão. El parque cuenta con 155,000 hectáreas de desierto de arenas blancas, y durante la temporada de lluvias se llenan los espacios entre las dunas, que pueden llegar a medir hasta 40 metros de altura, creando lagunas alucinantes. Tristemente, estuve allá en la temporada seca y sólo una de las lagunas tenía un poco de agua. Pero estaba determinada a ver este lugar, así fuera sin el agua, entonces decidí ir caminando desde Barreirinhas con Maduro, uno de los guías locales.
Quería conectarme con la naturaleza como lo hice en el Amazonas; quería sentir la libertad que sólo consigo haciendo ejercicio físico en un lugar natural. Estaba tan emocionada por llegar allá, que no preocupé por la ida, y ni consideré lo que realmente sería caminar hasta allá. Me desperté a las 4:15 am cuando todavía estaba oscuro y un poco frío, tomé una ducha fría para despertarme del todo, me tragué una taza de café y un pan, y a las 5:00 am Maduro y yo estábamos saliendo del pueblo.
Como a las 5:20 am cruzamos el hermoso río Preguiças en un pequeño ferry, y empecé a sufrir el momento que nos bajamos al otro lado en la población de Cantinho. Las calles no están pavimentadas en Cantinho; de hecho, parecen más ríos de arena que caminos. Y como llovió en la noche la arena tenía una capa mojada encima pero seguía suelta debajo, lo que creó una capa de arena mojada que se me pegó permanentemente en los pies descalzos; además se volvía más pesada con cada paso, hundiéndome hasta los tobillos.
Maduro estaba andando tranquilo entre la arena, acostumbrado a hacerlo toda su vida. A veces lo perdía de vista detrás de una curva o un arbusto, y pensaba en salir corriendo de regreso al pueblo, en rendirme, en escaparme de este esfuerzo; cuando salí en este paseo, no pensé que el camino fuera a ser tan exigente. Pero me enfoqué en las dunas de arena, en la magnitud de este lugar que iba a conocer, y mi terquedad perseveró sobre el cansancio.
Caminamos unas cuatro horas sobre la arena mojada, entre un paisaje casi desértico, rodeado de arbustos y cactus, algunos árboles de marañón, y otras plantas que producen todo tipo de frutas extrañas y deliciosas, como la jatoba y el guajiru, que me tragué mientras me insistía a mí misma que disfrutara del camino y no me preocupara cuánto tiempo nos íbamos a demorar… Pero, ¿cuánto tiempo nos vamos a demorar, Maduro? Y él sólo me respondía,—Qué, ¿está cansada?—sonreía y seguía caminando sin mucho esfuerzo.
Estaba sudando tanto, que me estaba chupando mi propio sudor de la cara para rehidratarme. Bueno, atrapar el sudor con la lengua mientras lo sentía bajar hacia mi boca seguro no era más que un reflejo, pero al probar el líquido salado que caía despiadadamente por mi cara, me convencí a mí misma que probablemente era un método sostenible de rehidratación.
A un poco más de medio camino vi un puente de madera. No lo podía creer, ¡tierra firme! Traté de correr hacia el puente, hundiéndome en la arena, ciega por el sudor, emocionada por la mera posibilidad de caminar en tierra firme aunque fuera sólo un poquito. Y terminó siendo bien poquito—un poco más de 4 metros para ser exacta. Pero fue increíblemente satisfactorio, y paramos a descansar unos minutos y tomar agua (en vez de sudor) antes de seguir.
Me seguía diciendo a mí misma,—Vas a sobrevivir, ni pienses en el regreso,—mientras trataba de seguirle el paso a Maduro. Y de pronto las vi: dunas tan grandes y blancas que parecían montañas cubiertas con nieve. No lo podía creer ¡habíamos llegado a los Lençóis Maranhenses! En ese momento dejé de sentir cansancio en el cuerpo, mis piernas se llenaron de energía, y mi mente estuvo libre de preocupaciones o ansiedades; lo único que quedó fue mi sonrisota que reía sin aliento.
Subimos por una duna enorme que nos llevó a uno de los paisajes más increíbles que he visto en mi vida: filas interminables de dunas amarillas, blancas y naranja esculpidas entre grietas profundas donde se acumula el agua cuando llueve, y decoradas con arbustos y árboles verdes azotados por el viento. La inmensidad de este lugar me dejó sin palabras y me hizo sentir diminuta; no éramos más que punticos moviéndonos en este terreno implacable. Caminamos hacia la única laguna que tenía un poco de agua, para satisfacer la promesa de refrescarnos y descansar.
Llegamos a la pequeña Lagõa do Peixe, la laguna del pez, que tendría unos 30 cm de agua negra como mucho, pero nos metimos felizmente mientras caía una llovizna. Rodé por una duna directo al agua, y nadé entre los pecesitos. Fuera del agua, ranitas miniaturas del mismo color de la arena saltaban lejos de nosotros. Definitivamente no era lo que había visto en fotos (por favor, busca este lugar en Google), ni lo que había imaginado al ver los espacios profundos entre las dunas, donde aún se veían rastros de agua, pero fue un lugar que se robó mi corazón; los canales que se convertirán en ríos después de una lluvia fuerte me provocaban con la promesa de lagunas turquesas entre la arena blanca. Fue absolutamente espectacular.
Mientras Maduro tomaba una siesta bajo un árbol, exploré las dunas con mi cámara. Después de unas horas de dar vueltas, teniendo mucho cuidado de no perder de vista la laguna, y de comer sardinas y galletas, vimos llegar un grupo de turistas en un 4×4. Tal como había planeado (pero rehusaba prometer), Maduro habló con el conductor quien acordó llevarnos de regreso al pueblo. A pesar de haber pasado una mañana lindísima en uno de los lugares más hermosos del mundo, oír la noticia que no tendría que caminar de regreso fue uno de los mejores momentos del día.
Mientras caminábamos bajo las pesadas nubes grises hacia los carros, Maduro me mira y me dice,—Va a llover…duro—. Unos 30 segundos después, se desató una tormento sobre nosotros. El viento era tan fuerte que no estaba segura si era el agua o la arena que me estaban latigueando, ¡pero dolía mucho! Estaba emparamada y tan feliz. El camino de regreso fue muy movido y las ramas de los árboles me raspaban las piernas y los brazos mientras acelerábamos entre los caminos de arena, pero aún así fue mejor que tener que caminar otra vez.