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Mi Vida Nómada: Viajando a Manaus, La Puerta del Amazonas

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Día 1

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Desde la cubierta del Itaberaba 1, embarcación que nos lleva de Tabatinga a Manaus, vemos cómo se esconde el sol detrás del río en un escándalo de visos rojos que cortan las pocas nubes que se atreven a cruzarlo. La luz roja ilumina las hamacas coloridas que cuelgan en las cubiertas, meciéndose con la fuerte brisa y el suave movimiento del barco. La luna le sonríe al río mientras la bandera de Brasil ondula orgullosamente su lema—Orden y Progreso—y nos despedimos de la frontera colombiana.

A esta hora ya comimos estofado de costilla de cerdo y pastas, y agotadas de la espera en el calor de la tarde, disfrutamos del paisaje de los bajos bancos del Amazonas desde nuestras hamacas, un paisaje monótono sin ser aburridor. Parece imposible creer que finalmente estamos aquí, comiendo paleta de cupuaçu, que puede no estar en cosecha en Colombia pero sí en Brasil. Disfrutando del sabor dulce de este fruto selvático, zarpamos del puerto brasileño.

Salimos retrasados de Tabatinga, como era de esperarse en estas tierras calurosas y húmedas, después de una requisa por parte de la Policía Federal del Brasil, que buscan todo tipo de contrabando que pueda ser transportado entre las fronteras. Poco tiempo después nos detienen de nuevo, obligándonos a esperar casi una hora mientras recorren la embarcación.

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Nos preparamos para la noche con linternas y cobijas, pantalones y naipes; en nuestras hamacas, ya con las luces apagadas, esperamos la mañana con ansias, preguntándonos qué traerá el primer día completo abordo el Itaberaba. Me acuesto pensando en los puertos que conoceremos en el camino. Pero a pesar del cansancio, es difícil conciliar el sueño sabiendo que estamos navegando este gran río de aguas oscuras, viendo cómo la selva se convierte en una silueta que se desaparece y confunde con la oscuridad del cielo.

Día 2

La noche fue interrumpida por la sirena del barco que anunciaba con fervor nuestra primera parada en puerto. Después de una espera eterna, continuamos el camino hacia el sur-oriente, con el frío que ya sí es frío, pero que los nativos de la zona asumen con sus piernas y brazos destapados, mientras nosotras tiritamos, envueltas en cobijas y sacos de dormir.

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El alba no tarda en mostrarnos la silueta gris de la selva, que se manifiesta entre la bruma pesada que cubre el río y el cielo al amanecer; temprano en la mañana, sólo se ven los árboles mientras el resto del universo permanece cubierto por la espesa manta blanca. El comienzo del día se anuncia con alarmas y luces fuertes, y con el resplandor del sol, tan rojo y brillante como al atardecer, que ilumina el río desde las 6 de la mañana. Tomamos el desayuno—un café con leche muy dulce, y unos sanduchitos de jamón y queso—y nos preparamos para las siguientes 24 horas.

A las 10 de la mañana, cuando ya ha subido la temperatura drásticamente, y hemos tenido tiempo de lavar alguna ropa y organizar nuestro equipaje, el cual apiñamos y amarramos con cabuya en un montón entre las hamacas, tenemos otra visita de la Policía Federal. Revisan nuestros pasaportes y responden con la ya habitual expresión de sorpresa y admiración al ver que vinimos al Brasil como residentes temporales, con permiso de quedarnos dos años en el país.

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Pasamos varios puertos en el camino, como São Francisco de Assis, una población a las orillas del río adornado con casitas coloridas construidas en concreto y madera y con techos de lata, que deben recalentarse con el sol de la temporada seca y causar estruendos con las tormentas de la temporada de lluvias. Finalmente suena la sirena y seguimos el viaje.

El día transcurre sin mayor incidencia. Dormimos, comemos, y admiramos el paisaje que ruega que lleguen las lluvias pesadas; por el horizonte se esparcen las copas blancas de los árboles secos y las playas de arenas naranja. Jugamos UNO, conversamos con otros pasajeros, y atendemos las picaduras de mosquitos que trajimos desde Leticia.

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Las campanas que anuncian el almuerzo y la comida—que se sirven aproximadamente desde las 10:30am-1230pm y de 5-7pm, respectivamente—crean algarabía entre los pasajeros; hacen fila para ser los primeros en entrar al comedor, pero la mayoría ni se molestan por mirar cuando pasan los delfines de río, o las guacamayas coloridas que sobrevuelan la selva. Y entonces cae el sol y el agua se tiñe de rosados y azules pastel; se prenden las luces y nos preparamos para otra noche fría navegando el Amazonas.

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Día 3

El frío que esperábamos en la noche sólo llegó con la niebla de la madrugada. Pero antes de que hiciera frío, antes de ver las estrellas, la media luna brilló roja, sus destellos reflejados sobre el río; sigo pensando en la luna cuando me despierto. La mañana huele a lluvia; el cielo está gris, el viento frío, y la arena de las playas se revuelca en remolinos furiosos. Caen algunas goteras que mandan a los pasajeros a sus hamacas, pero no dura; pronto escampa y sube la temperatura. No ha llovido suficiente y el río está seco, dificultando a ratos la navegación.

Con la siguiente visita de la Marina, que abordan armados y tomando fotos para sus registros, nos enteramos que la mayoría de las requisas no son para encontrar drogas, como nos imaginábamos, sino para prevenir la comercialización de animales silvestres, que en su mayoría están en época de reproducción, lo cual sube la incidencia de tráfico ilegal de especies exóticas. Cuando se bajan los marineros y seguimos nuestro camino, el aburrimiento y el encierro empiezan a afectar a las personas, todos los juegos, revistas, y libros ya agotados, igual que la paciencia. Pasamos el día durmiendo, comiendo, y jugando UNO.

Día 4

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El sol penetra la niebla mientras tocan incesantes las campanas que anuncian el desayuno. De nuevo, nos sirven café con leche muy dulce y sanduchitos de jamón y queso. La rutina empieza a pesar, y los personajes del barco ya son demasiado familiares, cada uno con sus particularidades; me paso el tiempo observándolos, preguntándome si me están observando a mí también.

Está la señora cincuentona, por ejemplo, que duerme en una hamaca amarilla tejida y usa una bata con estampado floral de piyama. Tiene dificultades para dormir y se pasa las noches subiendo y bajando por la cubierta mientras su marido lucha contra el sueño, esperando que ella se acueste a su lado.

Está el niño de unos ocho años que, si no pasa tambaleándose medio dormido, obligado por su mamá a comer y bañarse, pasa jalando las cuerdas que cuelgan de todas las hamacas, desinteresado si hay alguien durmiendo en ellas o no. Hoy finalmente se ganó una palmada en la cabeza cuando su madre vio que despertó a un hombre que hacía la siesta.

Está la mujer de unos treinta años, con el pelo teñido rubio platino, que usa unos vestiditos muy ajustados y femeninos, y que tiene una vena várice muy brotada en la pierna izquierda en forma de media luna, que le baja desde el muslo hasta la pantorrilla.Ya delirando con el calor y el movimiento del agua, imagino que es una cicatriz que le dejó un tiburón de los que frecuentan las playas de la costa Atlántica del Brasil.

Y claro, están nuestras vecinas. Al lado tenemos a dos madres muy jóvenes con sus bebés. Una de ellas es gruesa y caderona, con el pelo lacio y ojos rasgados, que mece a su bebé, flaco y tranquilo, en su hamaca sin descanso. La otra es delgada y morena, y parece estar absolutamente agotada de lidiar con su hijo, un niño enorme y gritón, fuerte y terco, tan grande que tiene su propia hamaca colgada más alta que la de su mamá, y gatea por la cubierta con la cara mojada de lágrimas, en pañales sujetados por calzoncillos hechos para un niño de 4 años.

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Y la solitaria vieja de pelo largo y gris que pareciera no levantarse de su hamaca ni para ir al baño, observando todo a su alrededor en silencio mientras come saltinas y toma café, siempre preocupada porque somos las últimas en comer y nos asegura se va a acabar la comida, pero siempre hay suficiente hasta para repetir.

La confirmación que llegaremos a Manaus a las seis de la tarde y no al medio día como se rumoraba entre los pasajeros—probablemente porque la llegada es a esa hora durante la temporada de lluvias—ha apagado un poco la emoción de la noche anterior, y todos nos acomodamos para el trayecto final, que nos dejará finalmente en la capital del Amazonas brasileño después de 96 horas de viaje. Suenan las campanas que nos llaman a la última comida en el fresco comedor—el único lugar con aire acondicionado. El almuerzo es pollo asado, arroz, frijoles, espagueti, y fariña. A pesar del horario estricto y temprano de las comidas, voy a extrañar la sazón de las cocineras del Itaberaba I.

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Entre más nos acercarnos a Manaus, vemos con más frecuencia pequeñas poblaciones a lo largo del río, cada una con una iglesia imponente, y algunas con postes de electricidad e incluso carros y motos, lo que es sorprendente considerando que están rodeadas por la espesa selva amazónica. Los pescadores trabajan en sus canoas de madera, lanzando las redes al río y cubriéndose del sol con sombrillas de colores. Hacemos otra siesta, la tercera del día, sólo para pasar el tiempo.

Vemos las siluetas de fábricas grandes entre el humero causado por quemas en la selva; ver a estos mamuts que parecieran soplar humo gris al sol opacado es una señal segura que nos acercamos a la ciudad. El capitán me dice que estamos a punto de llegar al encuentro de las aguas, el lugar donde el río Amazonas y el río Negro se juntan sin mezclarse, sus aguas claramente separadas, como bailando una danza exótica y juguetona, en la cual ninguno de los dos ríos quiere ceder su territorio. Las aguas chocolate del Amazonas y las negras del Negro crean una línea visible desde la distancia, marcando la llegada a Manaus.

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El sol parece dibujado en el cielo mientras cae entre la selva y el concreto, mostrándose tal como es: una bola incandescente de fuego roja y viva. Los delfines juegan alrededor de los barcos, como recibiéndonos a la ciudad. Después de una larga espera, Manaus se manifiesta en la oscuridad con un juego de luces impresionante. A pesar de haberme preparado a mí misma para lo inesperado, esta ciudad grande e iluminada, hogar de 2.5 millones de personas, y rodeada por la noche amazónica, me sorprende.

Llenas de ansias y emociones, nos bajamos del Itaberaba con nuestro equipaje y cruzamos un pequeñísimo puente que tiembla sobre las aguas oscuras con cada paso urgente de los pasajeros, todos impacientes por pisar tierra firme.

Mi Vida Nómada Pt I: Brasil

English Version

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