Día 1
Mi salida de Manaus en la mañana del 23 de diciembre de 2015 no fue lo que me había imaginado. Sentada en la cubierta del Amazon Star, el barco que me llevará a Belém, casi a la media noche, no dejo de pensar en el robo de mi última noche allá. A pocos metros de la puerta del hostal, dos hombres en una moto nos atracaron a mí y otros dos amigos. Todo pasó tan rápido, y aunque el instinto me decía que corriera, el arma que tenía el atracador entre el pantalón me obligó a eventualmente permitir que me arrancara el bolso.
Fue un aprendizaje, me digo a mí misma, de no salir con cosas que no voy a necesitar, especialmente en la noche; pudo haber sido mucho peor, me repito, tratando de olvidar todas las cositas que tenía ahí—unas gafas de sol, dos libretas pequeñas, un candado, una memoria USB, el celular. Pero había tenido un día largo y no estaba pensando, y estando tan cerca a Navidad, era de esperarse que la gente, desesperada por llevar regalos a su casa, salga a buscar víctimas en las calles oscuras del centro de la ciudad. Trato de olvidar el robo y miro el cielo negro del Amazonas.
A pesar de haber llegado al barco a las 7:30 am, los espacios para las hamacas ya eran escasos y me tuve que acomodar en el medio de la atestada cubierta, rodeada por filas de hamacas a lado y lado. Pienso que si hubiera venido a dormir al barco la noche antes de zarpar, no sólo tendría un mejor espacio pero no me hubieran robado. Sé que de nada sirve pensar en todo lo que pude haber hecho de otra manera para evitar el atraco, o mi incomodidad en el barco, pero en la oscuridad de la noche no lo puedo evitar.
Aún no han apagado las luces cuando vuelvo a bajar a la cubierta del medio, que está tan copada por hamacas y equipaje que para salir tuve que gatear bajo la gente que duerme apañuscada, con cobijas y almohadas, tratando de descansar antes del desayuno. Hay tanta gente que cada movimiento desencadena un temblor que pasa entre las hamacas, todas entrelazadas, pies y cabezas peligrosamente cerca sin importar la posición que se escoja.
Mientras unos duermen, otros leen sus Biblias y cantan novenas; seguro que es difícil para ellos estar encerrados en un barco durante las fiestas religiosas y necesitan invocar algún sentido de normalidad durante el largo viaje por el río Amazonas. Guardo una pequeña esperanza que al menos algunos de ellos se bajen en los puertos del camino, aunque me estoy preparando para estar atrapada entre el gentío hasta la llegada a Belém, ciudad a las orillas de la desembocadura del gran río en el Atlántico.
Día 2
Apagaron la mayoría de las luces a las 2 am, y pasadas las 7 am no las han prendido a pesar de la oscuridad en la cubierta, causada en parte por el cielo opaco y nublado (¿o es humo otra vez?) y en parte por la cantidad de toallas que cuelgan del techo, tapando la poca luz que logra filtrarse por las ventanas. Un poco antes de las 6 am pasó alguien con una campana marcando el comienzo del día.
Después de una ducha, entro al comedor en mi nivel y compro el desayuno de $10 Reales—jugo, café con leche, pan, jamón, queso, un huevo frito, y una selección de frutas—y no el de $5 Reales—pan, café con leche y un tipo de pudín que parecía arroz con leche. Sentada en una de las cinco mesas azules del comedor, me doy cuenta que soy la única persona comiéndome un desayuno grande; aparte de dos parejas que compartían el plato de R$10, todos los otros comensales tienen el escaso desayuno de R$5, embadurnando el pan con una exageración de mantequilla, tratando de darle más sustancia a la comida.
Hacemos nuestra primera parada en el puerto de Parintins, pero pocos pasajeros desembarcaron. El día está frío (bueno, frío tropical) y el cielo blanco, contrastando con las aguas color chocolate del Amazonas. Acostada entre las coloridas hamacas, colgadas sobre el piso que ya está lleno de basura, entre ronquidos, llantos y cantos, invadida por el olor a humo que emana de la selva, decido seguir leyendo y prepararme para la primera siesta del día, pensando en lo diferente que fue mi viaje en el Itaberaba, de Tabatinga a Manaus, ya hace más de dos meses.
La algarabía de la gente y el silencio de los motores me despertaron de mi siesta. Hicimos una rápida parada en el puerto de Juruti, donde finalmente veo el cielo azul y libre de humo. Para cambiar de entorno, subo a la cubierta superior, donde se vive un ambiente completamente distinto al relativo silencio del piso de las hamacas: arriba, donde pegan la brisa y el sol, hay música y gente conversando animadamente, muchos de ellos tomándose unas cerveza y unos selfies, disfrutando del paisaje y del viaje. Pero hay tanta gente que no encuentro una silla y me siento en el suelo a mirar las playas destapadas y los árboles secos de la selva. Es el mismo paisaje que se veía desde el Itaberaba, aunque la vegetación es menos espesa y los árboles más pequeños y dispersos, al menos en las orillas.
Después de una corta pero fuerte lluvia, paramos en el puerto de Óbidos, ya en el estado de Pará, donde tienen pequeñas embarcaciones amarillas designadas al transporte escolar. Al atardecer, hay pólvora, supongo para celebrar la Navidad. Con el aire acondicionado apagado y las ventanas abiertas, hace un calor casi insoportable en las hamacas, y sigo invocando la posibilidad que se baje mucha gente en Santarem, queriendo pasar las fiestas en tierra firme con sus familias.
Para mi gran descanso, se bajan muchos pasajeros cuando llegamos a Santarem a las 8 pm. Aunque dejo mi hamaca en el mismo lugar, ya tengo espacio no sólo para estirarme diagonalmente en ella sin tropezarme con pies, codos, o cabezas, sino que por fin tengo cómo salir sin gatear debajo de las otras personas. Y siquiera, porque me enteré que nos quedaremos en el puerto hasta mañana.
Día 3
No duró mucho mi dicha de tener espacio para estirarme en la hamaca ya que en la mañana llegaron más pasajeros que van a Belém, aunque no está tan atestado como el primer día. También descubrí que en la cafetería de la cubierta superior venden sánduches calientes de jamón y queso a R$4, lo que hubiera sido una mejor opción para la comida de anoche, ya que compré (y no fui capaz de terminar) un plato demasiado grande de carne, arroz, pasta, y fariña.
La salida de Santarem, cerca al medio día, trae una inesperada sorpresa: otro encuentro de los ríos tan espectacular como el de Manaus. Las aguas, en este caso aguamarina y chocolate, bailan y crean una línea divisoria que contrasta con la selva verde que rodea el río. La esperanza de conocer Alter do Chão ahora, y no tener que esperar hasta mi regreso en casi dos años, se intensificó y evaporó con la salida del barco.
Unas horas después, hablando con unas mujeres que se sacaban pelos y granos unas a otras en la cubierta superior, me entero que no llegaremos a Belém mañana como esperaba, pero temprano pasado mañana, lo cual significa pasar una noche más en el Amazon Star. Para lidiar con esta información decido tomar cerveza.
Sentada en la cubierta con una cerveza fría, intentando seguir las conversaciones rápidas en portugués de las mujeres, noto que aquí el río es mucho más ancho que antes, cumpliendo con su reputación por ser el más caudaloso del mundo, incluso en la temporada seca que ha expuesto las riberas y playas del Amazonas. Después de demasiadas cervezas, invitación de un hombre enamorado de una de las mujeres con quienes hablo, finalmente bajo a comer y dormir.
Día 4
Se se subió mucha gente en Monte Alegre, llenando el barco aún más que el primer día cuando salimos de Manaus. La ansiedad de llegar está empeorando con la claustrofobia. Dormí apañuscada entre hamacas que están tan cerca, que es imposible moverse sin pegarse con alguien, o quedarse quieto sin que el vecino me mueva. Estamos unos encima de otros, y ya hasta los pasillos están ocupados por las hamacas y equipaje de los pasajeros que embarcaron en la noche.
En la tarde, cuando me despierto de una larga siesta, miro por la ventana y veo la selva. Sí, he estado viajando por el Amazonas hace más de dos meses, pero ésta es la primera vez que veo la selva en Brasil tal como uno se la imagina: vegetación espesa, tupida, verde, vibrante, colgando sobre el río. Pasamos pequeñas comunidades de casas de madera que a penas se ven entre las palmas de coco y los manglares. Los indígenas se acercan al barco en sus canoas esperando que los pasajeros les tiren paquetes de comida y bolsas con ropa. Bajo el sol fuerte y el cielo azul, viajamos lentamente por el estrecho canal del río que nos saca de la monotonía de los últimos días. Siento que, a pesar de haber ya salido del estado de Amazonas, finalmente llegué a la selva.
Hacemos una última parada en la noche en el puerto de Breves y mi ansiedad llega a su punto máximo, ya desesperada por dormir lejos de las niñas que mueven mi hamaca todo el día, del gordo que ronca toda la noche, de la suciedad de los baños, de gatear sobre el piso mugroso, de las latas de cerveza a R$5, de las mismas caras curiosas que miran todo el día, de estar encerrada entre esa nave que flota por el río.
Día 5
Incapaz de dormir entre el gentío, paso la última noche desvelada, viendo cómo el cielo pasa de un negro profundo a un morado suave y eventualmente a un azul brillante. Veo a Belém en la distancia, bañada por la luz del amanecer, rodeada de nubes. Me sorprende el tamaño de la ciudad, los edificios altos a las orillas del río, el puerto moderno y limpio. Llego al hostal a comer y dormir, y a recuperarme de este viaje que resultó siendo más difícil de lo que me imaginaba, pero también más satisfactoria la llegada a esta nueva ciudad.